La importancia del aprendizaje activo para los procesos universitarios
Durante siglos, las universidades han sido templos del saber… aunque a veces más parecidos a mausoleos del pensamiento. Columnas imponentes, bibliotecas infinitas, pizarras repletas de fórmulas; todo dispuesto para que el estudiante contemple —en silencio reverencial— el desfile solemne del conocimiento ajeno. La educación superior, en demasiadas ocasiones, ha sido más una liturgia que un laboratorio, más una misa que una aventura.
Y sin embargo, el mundo que nos rodea no premia a los fieles, sino a los inquietos.
El aprendizaje activo, esa criatura todavía sospechosa para ciertos claustros anclados en el siglo XIX, propone una herejía: que los estudiantes piensen. No solo repitan, no solo anoten, no solo aprueben exámenes con la habilidad de un loro con diploma. Pensar, colaborar, experimentar, resolver, errar y volver a intentar. Como se aprende en la vida real. Como se crece.
Universitarios como protagonistas (y no extras)
La antítesis es brutal: por un lado, universidades que se enorgullecen de sus rankings mientras perpetúan clases donde un profesor habla durante 90 minutos y nadie —literalmente nadie— dice una palabra. Por el otro, entornos que adoptan el aprendizaje activo como filosofía: debates, simulaciones, proyectos colaborativos, estudios de caso, metodologías ágiles. Allí el estudiante deja de ser recipiente y se convierte en actor. Y no cualquier actor: uno que improvisa, cuestiona el guion y, si hace falta, reescribe la obra.
¿El resultado? Mayor comprensión, pensamiento crítico, autonomía intelectual. O lo que es lo mismo: todo eso que la inteligencia artificial aún no puede simular con autenticidad.
Simular para aprender, aprender para transformar
Tomemos un ejemplo. Un estudiante de medicina que memoriza protocolos podrá repetirlos como quien recita la receta de una abuela. Pero uno que, en una simulación clínica, debe diagnosticar, priorizar, comunicarse, decidir y equivocarse con consecuencias simuladas, adquiere una comprensión que ninguna diapositiva puede ofrecer. El conocimiento que se vive, se queda. El que se memoriza, se evapora como las promesas de campaña.
Como una tormenta que sacude un lago estancado, el aprendizaje activo remueve estructuras caducas. Cambia al profesor-autoridad por el profesor-guía. Cambia el aula monótona por el espacio de exploración. Cambia la calificación por la retroalimentación. Cambia, en fin, la comodidad de lo conocido por la vital incomodidad del pensamiento.
Pero… ¿por qué cuesta tanto adoptarlo?
La ironía es deliciosa (y triste): la academia, que presume de pensamiento crítico, es a menudo una de las instituciones más resistentes al cambio. El aprendizaje activo exige más esfuerzo, más humildad, más tiempo. Exige que los docentes acepten no tener siempre la última palabra, y que los estudiantes acepten que aprender no es un acto pasivo, sino una forma de riesgo.
Tal vez por eso se resiste. Porque el aprendizaje activo —como toda revolución— incomoda.
Pero si la universidad quiere seguir siendo un motor de transformación y no un museo de diplomas, debe elegir: formar replicantes de ideas pasadas o catalizadores del porvenir. Y esa elección pasa, inevitablemente, por repensar la pedagogía.
No se trata solo de aprender más. Se trata de aprender mejor. De formar seres humanos capaces de pensar el mundo, no solo de recordarlo.
La educación superior no necesita más datos. Necesita más desafíos. No más contenido: más contexto. Y sobre todo, no más respuestas memorizadas, sino mejores preguntas.
Porque, al final, un estudiante que aprende activamente no es solo un alumno más eficaz. Es un ciudadano más libre.